viernes, 19 de agosto de 2011

El primer santo salesiano


Los rayos del sol maña­nero atraviesan, tími­dos y fríos aún, las ven­tanas de las aulas de un colegio católico. Suena la campana del recreo, y los alumnos salen en orden al patio donde pronto comienza el sano alborozo. Centenares de niños corren, saltan y juegan.
Algunos sacerdotes y clérigos ani­man la diversión, velando al mismo tiempo para que no se mezclen acti­tudes inconvenientes con la sana ale­gría. Uno de ellos, rodeado de jóve­nes, tras esquivar un balón perdi­do en el aire, exclama: “¡Griten y jue­guen, con tal que no pequen!” Se trata de Don Bosco. Tiene fama de santo entre los jóvenes, que se disputan el privilegio de estar a su lado, de inter­cambiarle un saludo, de besar su ma­no sacerdotal.
Si él pudo ser santo, ¿por qué yo no?
La escena anterior sucede en el primer colegio abierto por Don Bos­co en Turín, Italia.
  


  Ahí se encuentran jóvenes de hu­milde condición a los que se da for­mación humana y cristiana, amén de prepararlos para su futura vida profe­sional. Algunos llegarán muy alto en la vida social y eclesiástica. Muchos serán honestos carpinteros, herreros, maestros de obras, etc. Unos pocos, elevándose sobre todos los demás, al­canzarán la gloria de los altares. Es el caso del joven Domingo Savio.





De su corta existencia sabemos que vivió casi tres años en el Ora­torio, donde mantuvo un entraña­do afecto hacia el padre de su al­ma, san Juan Bosco, y sirvió de con­tinuo ejemplo y estímulo a los de­más adolescentes. De todos se gran­jeó la amistad, formando junto a un núcleo más fervoroso la Compañía de María Inmaculada, que luego se­ría el primer semillero de vocaciones sacerdotales para la Congregación Salesiana.
Al narrar su vida, “cuyo tenor fue notoriamente maravilloso” , su primer biógrafo, el propio Don Bosco, tuvo la intención de hacer imitadores de Savio entre sus jóvenes lectores, a los que dirige esta pregunta: “Si Domin­go pudo santificarse a tan corta edad, ¿por qué yo no?”
Deseo ardiente por recibir a Jesús Eucaristía
Hagamos nuestras delicias con al­gunos datos y hechos más sobresa­lientes de este joven prodigioso que supo aliar virtudes armónicamente contrarias.
El pequeño poblado italiano de Riva de Chieri lo vio nacer el 2 de abril de 1841. Sus padres, Carlos Sa­vio y Brígida, eran pobres pero hon­rados y buenos católicos. Desde chi­quito, Domingo tomó muy en se­rio la piedad inculcada por sus pa­dres. Contando apenas cinco años de edad, un forastero convidado a la pobre mesa de la familia Savio se sirvió de los alimentos sin siquie­ra santiguarse. Al ver eso, Domingo se retiró y más tarde explicó el mo­tivo: “Ese hombre no es por cierto un buen cristiano, pues no hace la señal de la cruz antes de comer, y por lo tan­to, no está bien que nos sentemos a su lado”.
Por razones de trabajo la familia hubo de mudarse a Murialdo, en los alrededores de Castelnuovo, don­de el futuro santo asistía al catecis­mo de la parroquia. Su privilegiada memoria –se aprendió todo el cate­cismo breve a pie juntillas–, su per­fecto discernimiento de la sustancia y grandeza del sacramento de la Eu­caristía y su ardiente deseo de reci­bir a Jesús Sacramentado, llevaron al párroco a autorizarlo a recibir su primera comunión con siete años de edad, aun cuando la costumbre en aquel entonces era esperar que los niños tuviesen los once cumplidos.
Propósitos para toda la vida
Mal supo Domingo que iba a parti­cipar del banquete celestial, se trans­bordó de alegría al punto de vérse­lo rezando largos ratos por esos días. En las vísperas de la tan anhelada fe­cha redactó un papelito que más tar­de vino a caer en manos de D. Bosco:
“Propósitos tomados por mí, Do­mingo Savio, en el año 1849, a la edad de siete años:
“1º. Me confesaré muy a me­nudo y recibiré la comunión to­das las veces que el confesor me lo permita.
“2º. Santificaré los días festi­vos.
“3º. Mis amigos serán Jesús y María.
“4º. La muerte, antes que pe­car.”
¡Ojalá todos los jóvenes re­cibieran este Sacramento con las mismas disposiciones de es­te celestial patrono suyo!
Al decir de Don Bosco, “la Primera Comunión bien he­cha pone un sólido fundamen­to moral a toda la existencia” . Así ocurrió con santo Domingo Savio. En su corta vida renova­ría muchas veces los propósi­tos formulados, dando ejemplo evidente de ponerlos en prácti­ca con fervor y eficacia.
El encuentro con san Juan Bosco
Movido por su deseo de ser sacer­dote, Domingo iba a clases a la escue­la de un pueblo cercano, recorriendo 20 kilómetros a pie cada día. Durante estos recorridos dominaba su curiosi­dad fijando su mirada en los límites del angosto camino rural, a tal pun­to que nunca supo describir los pue­blos y paisajes encontrados a su paso. Esta dura mortificación se la aplica­ba porque quería resguardar sus ojos de cualquier cosa fea, y así poder ver con ellos a Jesús y María en el cielo.
El 2 de octubre de 1854 se produjo el encuentro de su vida. No pudien­do continuar los estudios por la pre­cariedad económica de la familia, un sacerdote amigo lo recomendó a Don Bosco, que en sus oratorios recibía a jóvenes de escasos recursos. “En este joven encontrará usted a un San Luis Gonzaga” , decía la carta de recomen­dación.
La Historia guarda un recuerdo imborrable de ese primer encuentro gracias a la pluma de san Juan Bos­co, que lo recordó siempre con ternu­ra y emoción.
“En el primer lunes de octubre – escribe– , bastante temprano, vi un niño acompañado por su padre que se acercaba para hablarme. Su ros­tro sonriente, el aire alegre, pero res­petuoso, llamaron de inmediato mi atención.
“–¿Quién eres? –le dije– ¿De dón­de vienes?
“–Soy –repuso– Domingo Savio, de quien ya le ha hablado el P. Cugliero, mi maestro, y venimos de Mondonio.
“Descubrí en aquel joven un alma según el espíritu del Señor y quedé no poco maravillado al comprobar el tra­bajo que la gracia divina había obrado en tan tierna edad.
“Después de un coloquio más bien prolongado, me dijo estas textuales pa­labras:
“–Pues bien, ¿me llevará a Turín pa­ra estudiar?
“–¡Veremos! Me parece que hay un buen paño.
“–¿Para qué podrá servir ese paño?
“–Para hacer un hermoso vestido y regalárselo al Señor.
“–Pues bien, yo soy el paño, usted será el sastre; lléveme con­sigo y hará un hermoso vestido para el Señor.
“–Pero, cuando hayas termi­nado tus estudios de latín, ¿qué piensas hacer?
“–Si el Señor me concediera gracia tan grande, deseo ardien­temente abrazar el estado eclesiástico.”
Don Bosco, convencido de la calidad del “paño” que te­nía ante sí, decidió llevarlo a la “sastrería”, es decir, al Orato­rio de Valdocco en Turín.
“Le pido que me haga santo”
Allí, su buena conducta y el serio cumplimiento de sus de­beres lo destacaron. Única­mente la salud del cuerpo no acom­pañaba la marcha de esta alma tan celosa. Al corto tiempo, un preocu­pante agotamiento de sus fuerzas fí­sicas lo apartó de la escuela, aunque siguió estudiando en el internado del Oratorio.
Cierto día un sermón de Don Bos­co lo llenó de entusiasmo:
“Es voluntad de Dios –decía el sacerdote– que todos nos hagamos santos. Es bastante fácil conseguir­lo. Y hay en el cielo un premio pre­parado para quien llega a ser san­to.”
Aquella frase fue como una cen­tella que provocó en su alma un in­cendio de amor de Dios. Su meta ya estaba plenamente clara: la san­tidad.
En una ocasión, Don Bosco pro­metió atender, en la medida de sus posibilidades, cualquier petición que le hicieran los jóvenes del Oratorio. Llovieron toda clase de pedidos. Sa­vio tomó su papelito y escribió algo diferente a todos: “Le pido que salve mi alma y me haga santo” .
Esta conquista de la san­tidad en la vida de Savio se presenta marcada por el ca­risma salesiano, según la en­señanza de Don Bosco: en primer lugar, tenía que ser un santo alegre; y des­pués, aplicando la máxi­ma “salvando sálvate”, debía hacer apostola­do entre sus compa­ñeros.
Así, luego de ganar­se la simpatía de un jo­vencito al que acababan de admitir en el Oratorio, Do­mingo le explicó: “Tienes que saber que en esta casa la santi­dad consiste en estar siempre muy alegres. Sólo nos esfor­zamos en evitar el pecado, un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz del co­razón, y en cumplir bien nues­tros deberes” .
Funda una asociación “secreta”
Con el mismo objetivo de “sal­vando sálvate”, fundó un poco des­pués la ya mencionada Compañía de María Inmaculada. “Yo desearía –so­lía decir Savio– hacer algo en honor de María, pero hacerlo pronto porque temo que me falte el tiempo” .
La Compañía era una asociación “secreta” guiada por Don Bosco y en ella participaban algunos de los me­jores alumnos del Oratorio, deseo­sos de hacer apostolado con sus com­pañeros.
Uno de ellos se llamaba Mi­guel Rúa, el sucesor de Don Bosco al frente de la obra salesiana.
Las “constituciones” de la Com­pañía se resumían en cuatro puntos: la observancia de las reglas de la ca­sa, el buen ejemplo a los compañe­ros, el buen uso del tiempo y la vigi­lancia en detectar e inhibir la acción de los malos elementos que pervier­ten a los demás.
A guisa de ejemplo de la acción de esos jóvenes ejemplares entre sus compañeros sirva este hecho, prota­gonizado por el mismo Domingo y contado por san Juan Bosco:
“Cierto día sucedió que un joven­cito, extraño al oratorio, entró al pa­tio llevando consigo desconsiderada­mente una revista con figuras inde­centes e irreligiosas. Una turba de ni­ños lo circundó para contemplar las ‘maravillas'. También corrió Savio, en la creencia de que allí estuviesen mos­trando alguna imagen devota.
“Pero cuando se hubo percatado, tomó la hoja y la hizo pedazos. Todos sus compañeros se quedaron de una pieza, mirándose unos a otros sin sa­ber qué decir.
“Entonces él les habló así:
“–El Señor nos ha dado los ojos para contemplar la belleza de las co­sas que ha creado, ¿y ustedes se sirven de ellos para mirar semejantes asque­rosidades? ¿Olvidaron ya lo que tan­tas veces se les predicó?
“–Nosotros –respondió uno– está­bamos contemplando esas figu­ras para reírnos.
“–Sí, sí, para reírse; y sin embargo se preparan para ir al infierno riendo… ¿Pero segui­rían riendo si tuvieran la des­gracia de caer en él?
“A tales palabras, todos callaron y nadie se atre­vió a aventurar nin­guna nueva observa­ción.”
Avisos del final
Infelizmente, la vida de Domingo, que tanto pro­metía para el futuro si llega­se a ser sacerdote, sería cor­ta. En sus largos tiempos de oración, la divina gracia iba preparándolo para la gloria eterna.
Durante los recreos, de repente salía de la rueda de amigos y paseaba solo, con el espíritu absorto. Al pedirle explicaciones, respondía: “Me asal­tan las distracciones de costumbre, y me parece que el Paraíso se abre so­bre mi cabeza, y tengo que alejarme de mis compañeros para no decirles co­sas que ellos podrían ridiculizar”.
En otra ocasión, también en el re­creo, cayó como desmayado en bra­zos de un amigo y al volver en sí, afirmó: “Los inocentes están en el cielo más cerca de la persona de nues­tro divino Salvador, y le cantarán es­pecialmente himnos de gloria eterna­mente” .
Vaticinando su próximo fin, escri­bió a un gran amigo suyo, el ejem­plar joven Massaglia:“Me dices que no sabes si volverás al Oratorio a vi­sitarnos; también mi carcacha apare­ce bastante deteriorada, y todo me ha­ce presagiar que me acerco a grandes pasos al término de mis estudios y de mi vida” .
“¡Qué hermosas cosas veo!”
Massaglia lo precedió en entrar al Paraíso, pero Domingo no tardó en seguirlo. A inicios de 1857 su en­fermedad se agravó notablemente. Una tos persistente despertaba se­rios temores por el contagio, tanto más cuando el cólera cundía en la región de Turín. Así, Don Bosco le aconsejó ir a la casa paterna.
Con el corazón partido y tras ha­cer con sus compañeros el acostum­brado ejercicio de preparación pa­ra bien morir, pidió a Don Bosco: “Ruegue para que yo pueda tener una buena muerte, y será hasta la vista, en el Paraíso” .
Partió a la morada de sus padres en Mondonio, donde llegó el primer día de marzo de 1857. Ahí sopor­tó con admirable resignación e in­cluso alegría los padecimientos con que la Divina Providencia quiso en­riquecer su alma los últi­mos días de vida. Su larga agonía transcurrió en me­dio de una dulzura y paz admirables, que culmi­naron en el instante su­premo, cuando exclamó, sonriendo con aire de Pa­raíso: “¡Ah, qué hermo­sas cosas veo!”Así dicien­do, expiró con las manos cruzadas sobre el pecho, sin hacer el menor movi­miento.
Cruzaba el umbral de la eternidad el primer santo salesiano, un día 9 de marzo de 1857. La no­ticia de su muerte entris­teció a Don Bosco; había perdido una perla preciosa…
¿La había perdido?
¡Desde el Paraíso, san­to Domingo atraería por el camino de la inocencia a innumerables jóvenes más! Al mismo Don Bos­co se le aparecería más tarde en sueños, mos­trándole las bellezas del Cielo, donde se encon­traba.
 
 
 Grigio, el protector de Don Bosco
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 Invitación a la Santidad
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